DIEGO BENÉITEZ
El pasado no es solo aquello que tuvo lugar una vez y ya no volverá. Es también una parte importante de lo que conforma nuestro presente: a veces, lo hace en forma de memoria y de recuerdo; en ocasiones, a modo de trauma o síntoma. En cualquier caso, la experiencia subjetiva del tiempo escapa siempre de esos cajones estancos e inflexibles que hemos denominado presente, pasado y futuro. El artista Diego Benéitez (Zamora, 1986) tiene un posicionamiento muy lúcido a este respecto, y es consciente de que no es posible hablar con coherencia del arte visual sin introducir la cuestión temporal. ¿Cómo hablar, por ejemplo, de pintura sin aludir a la experiencia perceptiva o a los tiempos de lectura de la imagen?
Su nueva exposición, que lleva por título El presente en el pasado, reivindica la memoria evocadora de lo que ha ocurrido; pero no se trata de recuperar situaciones complejas en su narrativa, sino de poner el acento en la sencillez de lo cotidiano: el silencio del campo, el cielo despejado, el azul de la mañana o el gris de un día nublado. En definitiva, momentos ajenos a ese tiempo productivo, tecnológico e histórico que domina nuestra relación con el entorno; instantes de apariencia intrascendente pero cuya singular belleza genera un importante poso en la retina del artista. No estamos, por tanto, ante una pintura sustentada en un ejercicio de representación inmediata, sino ante la reconstrucción meditada de un registro que ha quedado sujeto en la memoria.
Benéitez pertenece a una genealogía de artistas que abordan su reflexión estética a partir de variaciones infinitamente refinadas sobre un tema único y sencillo: los nocturnos de Whistler, los pajares de heno de Monet o los campos de color de Rothko podrían ser los momentos álgidos de esta exploración típicamente moderna. En el caso del artista zamorano, su propuesta también se construye en torno a una misma estructura compositiva e iconográfica: por un lado, define amplios espacios naturales donde la luz y la atmósfera dominan sobre la materia terrestre; por otro, establece una línea de horizonte formada por vibrantes arquitecturas que, además, articulan la escala del paisaje; y, finalmente, emplea una paleta de color siempre armónica, cuya belleza radica tanto en las intensidades de los matices como en la sutileza de las gradaciones.
Pero esta exploración también le ha llevado a plantear otras perspectivas, como ocurre en sus últimos trabajos donde las cumbres nevadas de las montañas adquieren una inusitada presencia. Pero, por encima de cualquier descripción orográfica, lo que sigue predominando en estas obras es una férrea investigación sobre el tiempo, la memoria, la luz y el color. Porque el de Benéitez es un discurso que no opera en el estéril debate sobre los límites entre lo abstracto y lo figurativo: al contrario, su trabajo es una indagación sobre las capacidades de los procedimientos pictóricos para rememorar las emociones y, en consecuencia, para emocionarnos.
CARLOS DELGADO MAYORDOMO